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Desazón. Al regreso de unas vacaciones la mascota ya no estaba y le dijeron que había sido enterrada en la huerta. Pero las costumbres culinarias de la familia la hicieron sospechar.
La seño de segundo grado, la señorita Liliana, tenía una voz grave, rulos quebradizos, y cuando alzaba la voz el cuello se le ponía todo colorado. Un día, antes de la hora de matemáticas, nos dijo que tenía un conejo para regalar a quien lo quisiese. ¡¿Quién lo quiere?!, gritó con el cuello en llamas y yo, como un resorte, estiré el brazo al techo y giré enseguida para ver a los perdedores de mis compañeros. Para mi sorpresa, sentados en sus bancos, soldaditos de plomo en silencio, nadie había alzado la mano y más bien me miraban como con pena y confusión.
No sé por qué levanté la mano, si en casa no había mascotas, nadie hablaba de tener una, y la única relación que teníamos con los conejos era los domingos, cuando los comíamos al tuco si lo preparaba el nono, o al romero si cocinaba la abuela. Era riquísimo, pero ¿mascota?, eso jamás.